11/4/09

La Caja

Esta es la historia recogida de un caminante, a cuyos oídos le llegó la historia de Manuel García y su esposa Josefina Gonzaga, así mismo de sus hijos Pablo, Leonor, Xenón, Lole, Malena, Candy, Juanita, Epimenio, Mateo y Patro, agradeciendo a esta última por el interesante relato.

Corría el año de 1932 cuando Josefina lo conoció. Hombre grueso, criado bajo el cimiente de la revolución, altanero, burlón, borracho, chamagoso y sucio. Manuel vivió sus primeros años de infancia entre los vagones del tren robado a los curros –es decir, a los oficiales de Don Porfirio-, tuvo su primer revolver a los nueve años, una desgastada pistola modelo Pieper-Bayard fabricada en 1893, cuyo martillo siempre se atoraba y la hacía casi inútil para un combate real. Sin embargo, este hombre creció con el pelo y la ropa constantemente impregnada de pólvora.

Josefina, era una moza que siempre vivió en su pueblo, aprendió los modos de las mujeres de la época, una vida dedicada a la religión y al cuidado de los hombres. Ella lo había visto por primera vez al terminar la revolución, cuando terminó el proceso revolucionario y se les ordenó a todos los campesinos que entregaran las armas. Quizá fue una coincidencia que su padre –un aparcero hidalguense- le pidiera que lo acompañara a la hacienda a cobrar la raya de la semana. Para esas épocas Manuel ya había dejado los caminos armados de la revolución y regresó para trabajar en una hacienda –el ideal de tierra y libertad era una bonita pendejada- su carácter escandaloso y su viveza comparada con los demás campesinos que no tenían mundo, lo llevó a ser el consentido del hijo del patrón, que era más o menos de su misma edad. Entre estos jóvenes surgió una amistad curiosa, le enseño a leer y a contar, le mostró las mieles del dinero, y lo aprendió tan convenientemente, que al poco tiempo le encargaron ser el administrador del salario de los demás campesinos.

Ese día, Josefina había sido la compañía de su padre, y apenas él la vio, decidió que esa moza debía ser suya. Cuando se retiraron, Manuel la siguió, la cazó en la oscuridad, descubrió su rutina diaria y un buen día, simple y sencillamente decidió subirla a su caballo, y con el jornal de más de cincuenta campesinos en los bolsillos abandonó la hacienda y las tierras aledañas, donde no pudiera alcanzarlo la raquítica mano justiciera de un país sin ley. Fue un error del que ella, estoicamente, nunca se arrepintió de haberlo cometido. Como una buena mujer de la época, no le grito ni provocó ningún tipo de disgusto en su nuevo hombre, omitió los lloriqueos y la desesperanza. En su casa de igual manera nunca más se volvieron a preguntar por su hija, sabían que estaba en edad de ser robada por algún campesino fugitivo.

Fue ahí donde comenzó el misterio. Entre las pocas pertenencias que este labrador-administrador forajido se había llevado era una caja de madera de unos 80 c por 40 de ancho. Si no hubiera sido por el vivo color de la madera, se hubiera dicho que era un pequeño ataúd para un recién nacido. Ella sintió escalofríos al verlo por primera vez. La caja valía mucho más que las monedas de oro que él llevaba en su pantalón, y ella se percató de eso por los dos gruesos candados que cerraban el pequeño baúl del cual Manuel no se separaba ni cuando dormía.

La vida matrimonial fue normal, incluso Josefina se sentía afortunada de tener un marido que jamás le ponía un dedo encima –a diferencia de la mayoría de sus nuevas conocidas- la única vez que casi le parte la cara, fue un funesto día que él no encontró las llaves de su baúl.

Después de más de dos horas de una búsqueda desesperada –entre sus escazas pertenencias- se acercó con los ojos furiosos, hinchados en sangre y le escupió a unos cuantos centímetros de la cara; <Donde no encuentre mis llaves… hija de la chingada…> y se retiró dando grandes trancos caminando desesperado mientras continuaba su búsqueda. Dos días fueron… dos eternos días en los que decidió no moverse de su casa, ni para salir a trabajar, hasta que encontrara las llaves de su caja de madera.

Josefina lo tenía bien claro, porque a pesar de que Manuel nunca charlaba mucho con ella, cuando llegaron a vivir al pequeño pueblo de Teocalco y compraron unos animales con el dinero robado para su manutención, él había sido muy claro;

-Solo te voy a decir dos cosas, mi comida se sirve ni muy caliente ni muy fría, onde esté una u otra, te la aviento por las patas. Y lo más importante… En esta casa todo es mío, pero lo puedes usar porque eres mi vieja, pero algo si te voy advirtiendo, onde te acerques a mi baúl, india, te meto un plomazo entre los ojos. ¿Entedistes?

Desde entonces ella no se acercaba ni siquiera para limpiar cerca del como ella siempre le llamaba cuando Manuel no estaba cerca. Sus diez hijos, aprendieron desde su nacimiento, que el baúl era terreno prohibido. Desde niños se les enseñaba a recoger los huevos, siempre dejando uno para que la gallina siguiera poniendo, les mostraron como ordeñar a su raquítica vaca, a alimentar a los animales y a respetar el baúl de su padre, que si bien de joven era un altivo y soberbio revolucionario, de adulto se convirtió en un discreto y recio hombre que jamás soltaba más palabras de las necesarias.

En más de cuarenta años de vivir juntos, nacieron Pablo, Leonor, Xenón, Lole, Malena, Candy, Juanita, Epimenio, Mateo y Patro. Ninguno tuvo la oportunidad de ir a la escuela, así mismo, ninguno necesitó hacerlo, ya que habían aprendido en el hogar todo lo necesario para poder valerse por sí mismos. Así que gradualmente fueron abandonando el hogar paterno. Todos crecieron con temor y respeto a su padre… y a su baúl.

Josefina un buen día, ya a fechas más recientes les comunicó que su padre había fallecido. Todos llegaron al rosario y a ver la caja que contenía un hombre anciano, vestido con sus ropas cotidianas y un par de llaves colgadas al cinto. Nadie dijo nada, nadie si quiera sugirió preguntar sobre el porqué de esas llaves, el temor de su padre y el respeto que le tenían, había trascendido sobre la misma muerte. Los había vencido, al menos momentáneamente.

Tendría que pasar más de dos años y el haberse encontrado otra vez todos los hermanos en alguna fecha feriada para que se tocara el tema. La caja.

Ni siquiera se hubieran atrevido a mencionárselo a su madre, cuya devoción por su esposo le impedía pensar siquiera en traicionar su memoria. Sin embargo, con los años y los mismos padecimientos propios de la edad ella ya no recordaba muchas cosas, así que la caja se había cubierto de polvo y lo único que recordaba de ella era que no era posible tocarla. Sin embargo los hijos llegaron al mutuo acuerdo, entre bromas y curiosidad disimulada para robarla y abrirla.

Fue así como un día la sacaron de casa de su madre y con una vieja barra de metal gruesa, con el que acostumbraban espantar a los perros famélicos que se acercaban al acecho de las gallinas, forzaron los dos candados hasta que cedieron. Con las manos temblorosas, tomó la parte superior dispuesta a abrirla, diez pares de ojos, hermanados por la sangre y por una vida de duda, removieron la tapa, para descubrir en el interior el sagrado contenido…

3 comentarios:

Güengo dijo...

Te juro que intente llegar al tercer párrafo, pero no pude chavo mejor has una versión impresa y me la pasas...

Wimble! dijo...

Me identifico con Manolo.....

Güengo dijo...

Orejas de burro para mi esta semana